Instrucciones para silenciar un éxito arrollador o los muchachos no perdonan. Prólogo a Stella, de César Duayen (Emma de la Barra). Editorial Buena Vista 2011. Cristina Piña
Hace muchos años, el poeta colombiano Juan Gustavo Cobo Borda hablaba del “correo de las brujas” para aludir a las circuns-tancias azarosas por las cuales los libros llegan a nuestras manos. En el caso de mi relación con Stella de César Duayen, sería más preciso llamarlo “correo de las tías”, ya que fueron mis tías abuelas urugua-yas –lectoras empedernidas, reacias a cualquier Index que les quisie-ran imponer y feministas de alma- a quienes se las oí nombrar y en-comiar. Es cierto que con una mínima reticencia por parte de la ma-yor y más culta de ellas –la que devoraba todo lo que caía bajo sus ojos ávidos, fuera Shakespeare, Cervantes o Maupassant- quien, aunque idolatraba a la protagonista y consideraba impecable la pin-tura de época –que había vivido porque era de 1882- criticaba cierto “romanticismo idealizante” del/la autor/a.
También gracias a ellas, Alejandra, la protagonista de Stella, siempre tuvo para mí los rasgos de Zully Moreno, ya que si bien nunca conseguí ver el film dirigido por Benito Perojo en 1943 y que la tenía como primera actriz, me contaron hasta el último detalle de sus gestos y su ropa –obviamente, las tías eran fanáticas del cine y de Zully Moreno.
En realidad, a pesar de que ni en ese momento ni hasta mucho después leí la novela –tras la edición de Juventud de 1944 sólo se hicieron dos más- tuve suerte, ya que al menos conocía de nombre a César Duayen-Emma de la Barra y a su primera y celebradísima no-vela, frente a la casi la totalidad de mis contemporáneas –y ni qué decir de mis contemporáneos varones- que lo desconocieron y lo si-guen desconociendo hasta hoy, a causa del injusto olvido en el que cayó ese primer best-seller argentino.
Escribo la calificación anglosajona y sé que para muchas y mu-chos el mero hecho de que haya vendido las cantidades inconcebi-bles que vendió en su momento –se hicieron nueve ediciones sólo en 1905-, que haya sido traducida a varios idiomas y prologada por Ed-mundo de Amicis es un baldón, pues para ellos se conecta más con el gusto popular y con el mercado que con la literatura. Pero a e-sas/os les recuerdo que Cien años de soledad y Rayuela fueron rabio-sos best-sellers en los sesenta y ni qué decir de El amante de Mar-guerite Duras, ya en plena década del ochenta. Asimismo, que desde el punto de vista sociológico, la condición de best-seller puede indi-carnos mucho sobre las expectativas, intereses y “temperatura” de una determinada sociedad.
Por cierto que no comparo Stella con los libros que acabo de nombrar –a lo que si algo los hermana es una renovación formal que no aparece en la autora de principios del siglo XX-, pero sí subrayo, por un lado, los prejuicios –que en el caso de César Duayen/Emma de la Barra suman a la pose intelectualoide de que “nunca es bueno lo que vende”, el inveterado machismo del campo intelectual ar-gentino- y, por el otro, la necesidad de reconstruir el horizonte de expectativas del momento para evaluar un libro y hacerle mínima justicia.
Porque cuando ponemos a Stella junto a las novelas de Carlos O. Bunge o, unos años después, de Manuel Gálvez, o comparamos su prosa con la de La guerra gaucha de Lugones, las cosas se ponen en su lugar, ya que lo que puede resultarnos sensiblero o roman-ticón en la obra de César Duayen está también en la de sus colegas varones, sólo que disculpado y justificado por los encargados de de-limitar el canon literario. Es decir, que los rasgos que hoy nos moles-tan, más que ser propios de un estilo individual están vinculados con la sensibilidad y el estilo de la época, con la salvedad de que, por tratarse de una mujer y, encima, con un éxito arrollador, los cus-todios de la “tradición nacional” los han contado como “defectos” y, en consecuencia, la han dejado de lado.
El hecho de que no sea el único caso –pensemos sino en los es-fuerzos realizados por críticas como María Rosa Lojo, María Gabrie-la Mizraje o Lea Fletcher para que se valorizara en su justa medida la obra de Juana Manuela Gorriti, Juana Manso o Eduarda Mansilla- no implica que no se trate de una enorme injusticia, porque frente a otros contemporáneos, César Duayen/Emma de la Barra tiene la ca-pacidad, poco común en el momento, de presentar personajes com-plejos y con múltiples aristas contradictorias, eludiendo los estereo-tipos –excepto en los personajes secundarios, que justamente se pro-ponen representar a la sociedad porteña de entonces- y manejándose con contraposiciones y oposiciones que, curiosamente, se articulan sin ningún problema con su facilidad narrativa.
Sin embargo, antes de detenerme a destacar aquellos rasgos de esta novela que, como he dicho, convierten en una flagrante injus-ticia que la hayan relegado al desván de la literatura olvidable, quie-ro destacar algunos aspectos de la vida y la personalidad de Emma de la Barra/César Duayen que, unidos a sus valores literarios, nos permiten captar su verdadera estatura intelectual.
Nacida en 1861 en una prestigiosa familia santafecina –su pa-dre, Federico de la Barra, funda y redacta La Confederación, primera publicación periodística que aparece en Rosario entre 1854 y 1861-, crece en un ambiente frecuentado por personalidades como Roca, Bernardo de Irigoyen, Mitre y Avellaneda. A ellos se sumarán, debi-do a sus intereses musicales, literarios y artísticos en general, figuras de estas áreas y, ya casada –seguramente no por voluntad propia- con su tío carnal, también periodista, se embarca en diferentes pro-yectos culturales y sociales. Así, funda la Sociedad Musical Santa Cecilia, crea la Primera Escuela Profesional de Mujeres, participa de la Cruz Roja que había creado Elisa Funes de Juárez Celman en 1890 y, en 1893, junto con Delfina Mitre de Drago, organiza una exposi-ción de joyas y obras de arte en el Palacio Hume, donde se pudieron admirar las más valiosas colecciones existentes entonces en Buenos Aires y que puede considerarse el antecedente inmediato de la crea-ción del Museo Nacional de Bellas Artes, que se fundó en 1895 en la galería del Bon Marché.
En otro orden de cosas –que nos remite a los intereses sociales de Emma de la Barra- en 1886 invierte, junto con su marido, buena parte de su fortuna en la construcción del Barrio Obrero Tolosa, co-nocido como “Barrio de las mil casas”, que desgraciadamente fra-casa a causa de la fundación de La Plata –geográficamente muy cer-cana a Tolosa- por parte de Dardo Rocha, pero que fue el primer ba-rrio obrero de toda América del Sur.
Tras enviudar, se recluye no sólo en su casa sino en la litera-tura, y así escribe en muy pocos meses Stella, novela que aparece en 1905, primero anónimamente y luego con el seudónimo de César Duayen. La obra tiene un éxito tan formidable que genera tres acon-tecimientos inéditos en nuestro campo intelectual. En primer tér-mino, da pie a un concurso –impulsado por el que luego sería su se-gundo marido, Julio Llanos, periodista de  La Nación- para averiguar quién se ocultaba tras el seudónimo, y que “gana” Manuel Láinez de El Diario, quien revela que se trata de la “bellísima dama de socie-dad Emma de la Barra”. En segundo lugar, en tres días agota la cifra formidable de 3.000 ejemplares y en dos meses 9.000, por lo cual la librería Moen de la calle Florida tuvo que poner un empleado más para atender exclusivamente las ventas de la novela, redobladas al conocerse la identidad del/la autor/a.
Al respecto, destaco que no se trata de un fenómeno acciden-tal: como señala la estudiosa norteamericana Bonnie Frederick, hasta 1932 Stella vende en el país y en el exterior la friolera de 300.000 ejemplares, a los que habría que sumar los posteriores, ya que hasta la década del 40 sigue editándose con regularidad. Por último, logra que la casa editorial barcelonesa Maucci –que publicó Stella- le ade-lante a su autora $ 6.000 por una primera tirada de 5.000 ejemplares de su siguiente novela –Mecha Iturbe- caso sin precedentes en nues-tra literatura, no sólo porque lo máximo que se había pagado antes a un escritor fueron $ 2.000 a Florencio Sánchez por Barranca abajo –que se puso en escena en 1905-, sino porque las ediciones de la épo-ca eran de apenas 500 ejemplares.
Sin embargo, todos estos factores no ocultan el hecho de que para publicar, la autora –siguiendo el ejemplo de George Sand y George Eliot- haya elegido un seudónimo masculino, cuyo motivo ella misma reveló en una entrevista de 1933 en la revista El Hogar, con la que colaboraba:
“Hace un cuarto de siglo las mujeres ocupábamos una situación es-pecialísima dentro del ambiente social. No se concebía la posibilidad de que transpusiera los límites del hogar sin que violara los más elementales preceptos de su organización. ¿Cómo iba a atreverme a firmar una novela? ¡Qué esperanza! Era exponerme al ridículo y al comentario.”
Pasando ahora a la novela, nuevamente nos encontramos con motivos de asombro, porque parece casi mentira que la autora la ha-ya escrito en unos pocos meses, ante todo por la soltura con que enhebra los episodios de la trama –abigarrada pero nunca confusa-, en los que está sabiamente dosificado el suspenso y que, en una re-versión casi completa de lo habitual en el momento, culmina en un final abierto. En efecto, si bien el lector imagina lo que ocurrirá des-pués, la autora no cierra los hilos de la trama –apartándose de la tra-dición realista en la que se inscribe ya desde el subtítulo “Una no-vela de costumbres argentinas”- gesto por el cual reitera, en el nivel de la trama, ese constante juego entre lo dicho y lo no dicho, lo sa-bido y lo supuesto, lo aparente y lo real, que le da su singular ri-queza al libro.
Porque, si algo no es Stella, es una novela que se adecue to-talmente a los cánones, no sólo los del realismo con toques de ro-manticismo que adopta, sino los de una postura feminista y activa, como lo demuestra la vida de la autora. En efecto, si por un lado Ste-lla está llena de elementos que nos enfrentan con una mirada femi-nista y sumamente crítica respecto de la sociedad patriarcal de la é-poca, por el otro, eso no implica que sus personajes estén plena-mente instalados en una visión y una postura que haya roto con to-dos los lastres anteriores y resuelto todas las contradicciones. Y esta oscilación, lejos de conspirar contra la solidez de la novela, en mi o-pinión es lo que literariamente le da buena parte de su atractivo y su encanto, así como, sociológicamente, pone de relieve los límites de una sociedad en pleno proceso de modernización.
Así, aunque su protagonista, Alejandra Fussler –Alex como la llaman, en una sutil indicación del costado masculino del personaje- tiene una excepcional educación europea, una mirada moderna y a-vanzada sobre la sociedad y los papeles que en ella les deberían tocar al hombre y la mujer, conoce perfectamente el mundo y se ha codeado con Papas y reyes, no sabe cómo manejarse en la alta so-ciedad argentina, hipócrita y de escaso vuelo intelectual, tanto como es incapaz de discernir sus propios sentimientos. Tampoco está pre-parada, por su ingenuidad, para los lances amorosos y las envidias que suscita, y, por fin, no atina a franquearse con el único personaje que podría entenderla.
 Correlativamente, también encontramos contradicciones y de-fectos en el otro protagonista, Máximo Quiroz, cuya amplia expe-riencia vital, cultura e inteligencia no le impiden malinterpretar las actitudes de Alejandra y desconfiar de ella a pesar de su perspicacia.
Sin embargo, como decía, estos defectos, lejos de perjudicar a los personajes de la novela, los hacen más humanos y creíbles, com-pensando el carácter abiertamente idealizado de la hermana menor de Alejandra que da título al libro, Stella, especie de ángel lisiado que parece salido de una fantasía victoriana o de un cuento de Hans Christian Andersen y que contrasta con la verosimilitud realista con que están pintados los otros niños de la familia argentina donde re-calan las hermanas noruegas y que contribuyen al carácter costum-brista de la novela.
Y ya que he nombrado este aspecto, no se puede dejar de des-tacar la rica, lúcida, completa y compleja pintura de costumbres que nos presenta Stella, y que en gran medida explica el éxito arrollador que tuvo. Porque la sociedad porteña sin duda se vio reflejada en e-lla –implacablemente descripta por la mirada distante de la extran-jera, lugar en el que se ubica la narradora en coincidencia con la perspectiva de su protagonista-, así como, según comentan los crí-ticos de la época, creyó reconocer a muchos personajes del momen-to. Desde ese punto de vista, también resulta una novela fascinante para el lector de hoy que, además, con más de un siglo de distancia histórica, también puede percibir la sutil articulación que hace la au-tora entre la situación del país –en pleno período de modernización y lleno de dudas frente a un proceso cuyos alcances no distingue con claridad, sobre todo en lo relativo a los valores que reemplazarán a los tradicionales- y las relaciones entre hombre y mujer, también en un proceso de modificación vertiginoso.
Porque si, por un lado, en Stella está clarísima la apología de la instrucción de la mujer, de su incorporación a la vida intelectual y al trabajo tradicionalmente reservado a los hombres –Alejandra se en-carga de las finanzas de su familia materna-, de su capacidad para existir como ser humano más allá del matrimonio, así como se pro-mueve el compromiso de los hombres más capaces con la política del momento, a fin de llevar el país a una elevación sociocultural y productiva que lo acerque al paradigma europeo, por el otro, no está nada claro cómo se las arreglarán en sus relaciones esa mujer y ese hombre nuevos.
Claro que estos matices y claroscuros, estas definiciones y osci-laciones se perciben con mucha mayor claridad cuando uno se entre-ga a la lectura de Stella, cuyo rescate merece celebrarse desde los di-versos puntos de vista que señalé. Asimismo, y como confirmación de su auténtica condición literaria, sus lectores sentirán el placer que nos producen las narraciones amenas y bien armadas, el impulso a no dejar de leerla a causa del buen manejo del suspenso, la tentación de marcar párrafos enteros o frases por el acierto de las ideas o del estilo.
Por último, seguramente quieran saber más sobre ese perso-naje fascinante que fue Emma de la Barra y que con tanta desidia o mala fe casi se ha excluido del canon literario argentino. 

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