El libro que no se lee; el libro que se escribe. Prólogo a La tierra natal, de Juana Manuela Gorriti. Editorial Buena Vista 2011. Por Carolina Esses

De las escritoras del siglo XIX cuya obra llega a nuestros días, Juana Manuela Gorriti (1816- 1892) quizás sea la más prolífica.  Su literatura se mezcla con una biografía itinerante y tumultuosa marcada por la vida en la frontera, el exilio junto a su padre en Bolivia –el general unitario Juan Ignacio Gorriti- y más tarde los avatares político/sentimentales junto a su marido, el caudillo boliviano, Isidoro Belzú que la llevan a trasladarse a Lima, Perú.
¿Es posible, todavía hoy en pleno siglo veintiuno, continuar leyendo la obra de Gorriti desde su biografía –novelada si se quiere- ocultando a la escritora y poniendo el énfasis en la heroína? De eso se ocuparon ya, como señala Graciela Batticuore en su libro La mujer romántica, lectoras, autoras y escritores en la Argentina: 1830-1870 (Buenos Aires, Edhasa, 2005) las reseñas y comentarios de la época. Elementos no faltaron: rumores de infidelidad que provocaron la ruptura con Belzú a la vez que enfrentaron al caudillo con el presunto amante, el general Ballivián; el posterior asesinato de Belzú –ya separado de Gorriti-  en pleno ejercicio de la presidencia; Gorriti que asume su rol de viuda presidiendo homenajes y sepelios a la vez que participa en la rebelión armada que intenta derrocar a los nuevos líderes; y podríamos seguir enumerando aventuras y desventuras de esta suerte de heroína romántica. Sin embargo, su obra y, paradójicamente, uno de sus libros más autobiográficos, La tierra natal, han sabido resistir gozosamente a esta operación.

El viaje hacia el lugar de la infancia, de los primeros años, es el eje de este libro. Se trata del relato de un viaje, sí, pero, sobre todo, de un texto construido en la tensión de varios hilos narrativos: el recuento histórico, los avatares de la memoria, la nostalgia que no es -o no quiere ser- sensiblería pero que a veces pareciera sucumbir a las convenciones de la época –lo que una mujer debe escribir, lo que de ella se espera en su travesía por el recuerdo- y cierta incomodidad constante que se lee entrelíneas, como si Juana Manuela nos hablara por lo bajo, invitándonos a leerla en el revés de la trama, apelando a nuestra biblioteca, haciéndose un lugar entre nuestras lecturas.
Primero en tren, luego en galera, el viaje comienza con una escena significativa, en la que vale la pena detenernos.  Juana Manuela, personaje y narradora, lleva un libro sobre la falda. Se podrá decir que la crítica suele ser propensa  a encontrar estas escenas de lectura en la ficción, como si nos empecináramos en hallar siempre un espejo dispuesto a reflejarnos en tanto lectores y lectoras. Lo cierto es que muchas veces -y ésta es sin duda una de ellas- estas situaciones de lectura están cargadas de sentido y plantean maneras concretas en las que un autor concibe su práctica literaria. Del libro, poco se dice, sólo que había sido elegido “no para matar el fastidio, que no lo conozco, sino por hacer como los otros”. Claro, Gorriti no responde al modelo de mujer decimonónica acostumbrada a leer –novelas en general- para matar el desgano fruto del trabajo en el hogar o las exigencias sociales. Juana Manuela es ya –año 1884- una mujer pública. Casi en el final de su vida ha publicado más de una quincena de libros.
A unos metros, en el mismo vagón, un grupo de hombres –“chacales” los llama la narradora- conversan sobre el mismo libro que Juana Manuela lleva sobre sus rodillas. Conversan: lo despedazan. Tienen las fauces llenas de hiel, parafraseándola. Sin embargo, por más empatía que sienta con el presunto autor o autora del libro, Juana Manuela, no lo abre. “Asesinado” –para usar sus mismas palabras- el libro quedará cerrado.
Mínima -apenas ocupa unas líneas- esta escena -y las reflexiones que suscita en el personaje- condensa, desde los primeros párrafos, la tensión que recorrerá todo el libro. Estamos hablando de una tensión que se genera entre la adecuación a la norma y cierta resistencia, cierta construcción de un lugar incómodo o desfasado desde el cual Gorriti narra. Por un lado porque por más a disgusto que se encuentre entre estos críticos, Juana Manuela no salva el libro, es decir: no lo lee. Acepta la palabra de los otros. Pero, por el otro lado, logra la distancia necesaria para comprender la  manera de operar del grupo de hombres. Se puede pensar que con este comienzo intenta hacer explícita una operación que conoce bien, un mecanismo que ya ha visto actuar sobre sus libros anteriores: será, siempre, la mirada masculina, la que le otorgue valor, la que lo ubique -y la ubique a Gorriti- dentro o fuera de un posible cánon.
Claro que éste no es el único lugar incómodo para la narradora. Juana Manuela tampoco se siente parte de la charla sobre moda de las mujeres en el vagón. Entonces, más de una vez se hará la sorda, se empecinará en no escuchar. Como lo hace, ya en Salta, cuando algún sabiondo, como los llama ella, intenta explicarle alguna cuestión que ella prefiere pensar desde su memoria afectiva, desde la particularidad de su experiencia, que es calificada por el hombre como ignorancia.
Las escenas de lectura en La tierra natal no se agotan aquí. O más bien deberíamos decir, escenas de no lectura, ya que los libros no se leen. También de niña,  Gorriti se retrata con un libro. Sólo que, en lugar de leerlo, se ocupa de fingir la concentración necesaria para que le permitan seguir ahí, escuchando lo que de verdad le interesa: la conversación entre las dos mujeres que tiene a su lado. La maestra, al darse cuenta la reprende, la “manda a recreación”, pero Juana Manuela regresa al salón e intenta escuchar, quiere saber más. La decepción no tarda en llegar: han cerrado la puerta. Sólo será a través del relato que la propia Juana Manuela recupere años más tarde de la boca de otra mujer –la Larguncha, una costurera que lo sabe todo, la auténtica cronista de Salta- que la historia se completa. Una entramado de voces de mujeres, como vemos, que primero silencian –desde la escuela, desde la institución- y luego, facilitan desde un lugar mucho más marginal.
Gorriti decide, en este libro, no retratarse como la lectora de novelas –aunque como ya vimos esto lleve implícto un adecuarse a la palabra condenatoria de los hombres- ni tampoco como la niña lectora. Se puede decir que lo que Juana Manuela no lee –ni en la escuela, ni en el viaje en tren- es lo que luego escribe. Esta elección la coloca en un lugar diferencial, casi privilegiado, el de ser ella misma la cronista, la narradora, la encargada de recopilar el relato de los otros, cruzarlos con su propia experiencia y volcarlos sobre el papel. 
Como decíamos, La tierra natal, es el relato de un viaje. Pero, lo cierto, es que la estructura narrativa del género –la partida, el trayecto, la estadía y el regreso- le sirve a la autora para enmarcar una serie de narraciones que se entremezclan con la experiencia de la cronista. Lo que ella ve y oye no es sólo lo que sucede en el presente, sino también o sobre todo, el relato de los otros y las otras. A la cartografía de nombres ilustres dueños del paisaje salteño, al relato de corte histórico en el que se narran las discordias fruto de la guerra entre unitarios y federales, la autora le superpone una galería de personajes mucho menos centrales entre los cuales se distingue nítidamente a las mujeres.
Una tipología “lúgubre” –como adjetiva uno de sus compañeros de viaje- pero no por lúgubre, nos dice Gorriti, menos verdadera: una esclava muerta mientras huía con su hijo pequeño de los abusos de su amo; otra azotada por un boticario que la considera sólo un medio para transmitirle un mensaje a su ama; un grupo de mujeres recluidas en un convento; Martita, traicionada por su prometido y su mejor amiga; Jacinta quien armada con un pistolín de marfil mata a un hombre y logra intimidar a un marido violento.  Historias que Gorriti cuenta al pasar, hilvanadas en un discurso que por momentos se aniña en exclamaciones o adopta un tono nostálgico y melancólico pero que luego remata con frases como: “pero que quieren ustedes, señores (…) Este planeta está lleno de injusticias y temores. Vienen a la memoria y al labio; y nos imponen su relato.”
Imposible, entonces, no escucharla. No descubrir en la lectura atenta, la voz inteligente, astuta de Gorriti. No percibirla por debajo de un lenguaje, quizás por momentos, demasiado adornado, propenso a ceñirse al corset de la época pero a través del cual sobresale la habilidad de la escritora para decir su parte. Gorriti, en este libro, cartografía una región. Concreta: la de Salta. Imaginaria: la del recuerdo. Pero ambas, ya sabemos, son las dos caras de una misma moneda. Los recuerdos de Gorriti son, a la vez, personales y colectivos porque ceden constantemente al sonido de la voz del otro, de las otras. Llegan a nosotros ficcionalizados a través del tamiz de una narración sutil que se encarga, especialmente, de tejer lazos de hermandad. Hermandad entre los personajes femeninos cuyas historias circulan por lo bajo. Pero también hermandad entre escritoras. En este caso, Gorriti la viajera, se ubica entre las otras cronistas y narradoras, no sólo del siglo diecinueve sino del veinte y, por qué no, tal vez sea esta reedición y las posteriores lecturas que suscite, una posibilidad de leerla en relación a las escrituras que vendrán. De pensarnos como afortunadas herederas del camino abierto por las mayores. No sólo las que están al alcance de la mano sino las otras, las que nos hablan desde lejos, las antiguas.

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