La escritura o el velo del deseo. Prólogo a Lucía Miranda, de Rosa Guerra. Editorial Buena Vista 2011. Por Paula Jiménez
El amor entre el hombre y la mujer, el deseo, la triangularidad y la tragedia: un drama con todos los condimentos necesarios para capturar la atención de una escritora de su tiempo. Pero el pasional no fue el único atractivo. La tentación de narrar, desde su lugar de mujer, la historia de una cautiva, debió haber estado en primer orden. Los hechos fueron referidos por el cronista Ruy Díaz de Guzmán en 1612 y en ellos se basó Rosa Guerra para construir una ficción dos siglos y medio después. Lo mismo hizo Eduarda Mansilla, quien publicó su propia versión de Lucía Miranda, por entregas, en el diario “La tribuna”. Ambas producciones salieron a la luz en 1860, en los albores de una década muy prolífica para la literatura escrita por argentinas.
El título de la obra de Guerra incluye la aclaración de “novela histórica”, pero no se ha probado la verosimilitud de los aconte-cimientos y personajes a los que Ruy Díaz de Guzmán aludió. Es muy probable que ante una especie de “vacío histórico” Guzmán ha-ya recurrido a la creación de una ficción que reforzara la imagen bárbara de los pueblos originarios contra la pontífica heroicidad de la conquista. Pero la Lucía Miranda que con este libro se reedita da una sutil vuelta de tuerca a esta suerte de “leyenda” situada en 1527.
La historia reza que Espíritu Santo era el nombre de la fortaleza, construida en la orilla del Río Carcarañá, que albergaba a los españoles seguidores de Sebastián Gaboto. Entre estos españoles se encontraba el militar Sebastián Hurtado y Lucía, su bellísima esposa. Tanto ella como su marido mantenían una relación de amistad con el cacique timbú Mangorá, a quien la autora describe así al comenzar la novela: “Tenía alta talla, y era de fuerte y nerviosa musculatura, sus formas esbeltas; y aunque de color cobrizo como son todos los indios, no tenía aplastada la nariz; sus ojos eran chispeantes, y en todo su continente se conocía era dominado por pasiones fuertes y tiernas a la vez”(24). Guerra presenta al cacique como un hombre de imagen seductora y sensual a la que no desluce ni demoniza ni aun en los peores momentos. Y los peores momentos son aquellos en que la pasión de Mangorá estalla y Lucía Miranda es atrapada por este timbú enamorado que no puede poner freno a sus pulsiones. Esto sucede durante un feroz ataque al Espíritu Santo planificado por el cacique, en el que mueren miles de españoles y de indígenas. La fortaleza finalmente arderá en poderosas llamas insufladas por un temporal que parece haber sido enviado por la ira divina. La situación dramática crece de allí en más hasta llegar al más terrible de los desenlaces para el matrimonio de Lucía y Sebastián. Pero Guerra no cede completamente ante la victimización española y concluye: “Este infame proceder de los Timbúes convirtió en odio la amistad de los españoles y su pasada alianza; no les quedó otro partido que abandonar el Fuerte Espíritu Santo (…) Con esta retirada quedó del todo evacuado el Río de la plata, término fatal de tres expediciones, que deberían desalentar el espíritu de la conquista (…) Es de presumir que si la causa de la humanidad hubiera entrado directamente en el proyecto de estas empresas, hubieran sido menos desgraciadas”(87). Es decir, a la vez que la escritora habla de barbarie para re-ferirse a los timbúes también observa la barbarie española que hubo encarado insensiblemente, “sin humanidad”, el plan de la conquista. Con esta equilibrada conclusión Rosa Guerra se sitúa en una línea fronteriza desde la que puede ver algo que ya venía esbozándose a lo largo de la novela: lo bueno y lo malo mezclándose entre sí, como las aguas de un estuario. Quizás sea éste un lugar y una mirada posible, no divisoria y no binaria, para una cultura creada por mujeres. Haber diluido la polaridad, la distribución predestinada de culpas e inocencias, es proponer no solo un lente con el que mirar la historia política, sino también una clave para leer la conflictiva emocional que atraviesa esta historia. Entre la violencia y el deseo, podríamos decir, existe un correlato. Y el deseo también se juega en una zona de impurezas, de incorrecciones, de peligrosidad, en donde emerge, autónomo, lo indominable. Sólo los preceptos culturales logran, y no siempre, aplacar su fuerza: “Si Sebastián no hubiera sido mi marido, yo habría sido la esposa de Mangorá” (71), dice Lucía. Porque en las mujeres la batalla entre la pulsión y la represión se resuelve, por lo general, de modos más indirectos y si se incendian fuertes o se matan cuatro mil hombres -a menos que seamos Margaret Tatcher- lo hacemos sublimatoriamente, por ejemplo, con el poder transformador de la palabra.
La escritura de Lucía Miranda de Rosa Guerra está humaniza-da, es decir, interceptada por el deseo y por sus contradicciones, pe-ro, merced a las ataduras de su época, a la vez mantiene cierta fideli-dad a la discursiva patriarcal y colonialista. Firmar con nombre de varón (tal es el caso de Eduarda Mansilla, cuyo pseudónimo fue Da-niel) o identificarse con el discurso del opresor, son dos de las estrategias de encubrimiento que han posibilitado a ciertas mujeres escribir y publicar en medio de una cultura letrada masculinista. La autorizada palabra de los varones (y su correlato en las instituciones hegemónicas) se ha arrogado el derecho de legitimar la de las mujeres (y la de las minorías oprimidas). Desde allí puede leerse la inclusión de una suerte de carta “aprobatoria” escrita por Miguel Cané (padre), con la que nos encontramos ni bien abrimos el libro. Pero a continuación damos con otra misiva, esta vez escrita por Guerra y dirigida a su par, Elena Torres. Con esta, Rosa le dedica a Elena, su mejor amiga, Lucía Miranda, novela histórica. La autora recuerda: “A tu voz tan deliciosa para mí, trataba de componer mi semblante, secaba mis lágrimas, y me sentaba contigo en las gradas de mármol de la galería, frente al río (…) Tú hacías tu crochet, mirabas de vez en cuando a la puerta de hierro; yo te miraba (…) nos habíamos comprendido”(21). Una alianza solidaria entre mujeres que no reproduce una estructura vincular verticalista, sino que, por el contrario, genera un espacio propio de realización personal. Una unión que, según leemos en la carta, ha impulsado en Guerra la emergencia de la escritura misma. Quizás debamos adjudicar a esta misma sororidad entre las amigas, la decisión de Rosa Guerra, y también de Mansilla, de contar esta historia y de acercarse, por identificación, a la compleja sensibilidad de Lucía Miranda.
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